Tres historias de amor y dolor... Se abre el telón, y en la primera escena somos testigos de una representación de teatro bunraku -muy característico del imaginario japonés-, en la cual podemos contemplar a dos marionetas que representan la fábula de los "mendigos atados". Este hecho nos introduce dos precedentes claros: el primero, que vamos a ser espectadores de una obra prácticamente teatral, si bien es una de sus tantas leyendas históricas; la segunda, la propia historia que nos vamos a encontrar: dos jóvenes enamorados que, atados por una cuerda, caminan a través del mundo sin nunca separarse. A esta historia le seguirán otras dos; un jefe de la yakuza que se reencuentra con su amor de la juventud y, por otro lado, un chico fanático de una célebre cantante de pop, el cual decide mutilarse a sí mismo para compartir su dolor.
Damos un salto en el tiempo hasta llegar a Dolls (2002), donde el director Takeshi Kitano nos invita a acompañar a los protagonistas de tres historias distintas, las cuales comparten la simbiosis entre amor y dolor, una condición propia de la vida misma. El que fuera presentador del famoso programa Humor Amarillo, demostró ser un mejor fabricante de sensibilidad en lugar de humor. Y es que precisamente en esta película, una de sus más alabadas, comparte muchas características con otra de mis favoritas del director, Hana-Bi o Flores de Fuego (1997), donde el propio Kitano se encarna en la piel de Nishi, representación del samurái contemporáneo, quien debe hacer frente a las deudas con la yakuza al tiempo que cuida de su mujer enferma. En este largometraje, el director comienza a hacer gala de su gran sensibilidad y guiones originales, así como de escenas de acción muy bien elaboradas. Esta sensibilidad de la que tanto hablamos se ve magnificada en Dolls, "tres historias de amor y dolor", aunque bien es cierto que dicha característica parecía ser demasiado irritable para algunos. "Su hipersensibilidad me resulta insoportable", declaró el crítico de cine Carlos Boyero para El Mundo. Afortunadamente, a otros no nos parece ni mucho menos insoportable, sino justificada y emocional, sin llegar a límites sobreactuados, no más que los meramente posibles en nuestra vida.
A mi parecer, esta película cuenta con elementos más destacables que la propia trama y sus diversas historias implícitas. En primer lugar, cuenta con una fotografía de excelso nivel, a cargo de Katsumi Yanagishima, así como de una gama de colores espléndidamente llamativa. Por otro lado, las imágenes que nos ofrecen hablan por sí solas, son poéticas y se expresan con lenguaje propio. Además, no he podido evitar escogerla -a pesar del gran salto temporal-, puesto que considero que cumple el canon característico que seguía nuestra estela-. Como punto negativo, el tempo de la película puede llegar a ser extremadamente lento, por lo que su ritmo no es el más adecuado y está muy lejos de la mencionada Hana-Bi. Sin embargo, en mi opinión, el propio director es consciente de ello, y podríamos interpretar incluso que no tiene ningún interés en ello. Esto se produce, a mi parecer, en la gran simbología de la película; el simbolismo es su arma más fuerte, y esto se hace eco en el significado de sus imágenes y, por ende, de su propia historia. Kitano nos habla de la vida, del destino; y el destino, bajo su juicio, es una senda cargada de amor que a menudo desemboca en tragedia.